Hay comidas en familia que ponen nuestros nervios a prueba. Entonces, ¿qué padre o madre no ha soñado con tirar el delantal? Cuando se trata de alimentar a nuestros hijos, ponemos mucho afecto. Saberlo puede ayudar a adecuar nuestros comportamientos para que las comidas sean más tranquilas. ¿Y si hacemos que baje la presión?
En la mesa, no olvides que fuiste niño
Nada materializa más nuestra angustia de padres como la relación que mantienen nuestros hijos con la comida. Es una reacción natural, animal, porque afecta a la supervivencia. Pero no solo, porque en nuestras cazuelas se mezclan ingredientes psicológicos complejos.
Isabelle Filliozat, psicoterapeuta, nos invita a preguntarnos qué evoca en nosotros la cocina, qué imagen conservamos de ella desde la infancia, qué prohibiciones y autorizaciones hemos recibido en relación con la comida. ¿Quién cocinaba? ¿Con agrado o por obligación y con desgana? En la mesa, ¿qué esperaban nuestros padres de nosotros? Todo ello influye –en un sentido o en otro– en nuestra actitud actual. Cuando nos han castigado sin postre de pequeños, es difícil reprimir un “si no terminas la verdura, te quedas sin yogur” o, a la inversa, podemos tener la tentación de dejar que nuestro hijo coma solo alimentos dulces.
Por eso no es fácil desprogramarse para cambiar de actitud. Sobre todo cuando hay que elaborar a la carrera una comida después de una jornada de trabajo estresante, y, además, controlar el baño, los deberes y el cansancio de toda la familia…
Para comer en familia… ¿amor o alimentos?
“Voy a prepararle su plato favorito, seguro que me cuenta cosas”. “¿He preparado este gratinado con todo mi cariño y nadie se termina el plato?”. ¿Quién no ha pronunciado estas frases alguna vez? Todas traslucen una esperanza muy concreta.
“Inconscientemente, los padres confunden el don del alimento con el don del amor”, observa Maryse Vaillant en su libro Cuisine et dépendences affectives (Cocina y dependencias afectivas). Muchas veces, preparamos comida para que nos quieran o para demostrar nuestro amor. Y esperamos recibir gratitud a cambio. Incluso invitamos al niño a comer “una cucharada por mamá, una cucharada por papá”. Pero un niño no come por su papá o por su mamá, sino por él. No hay nada neutro en esa cuchara tendida hacia él. Rechazo total… a la decisión de comer
Tenemos frente a nosotros a un hombrecito o una mujercita que percibe nuestras esperanzas y… decide que no, que no piensa comer. O no con los cubiertos, sino con la mano; no sentado, sino de pie; no el primero, sino el postre… A la edad de Caracola, un niño tiene mucho que demostrar. En primer lugar, que es un ser singular, capaz de decidir. Y, por lo tanto, de rechazar hasta sus platos favoritos.
Al mismo tiempo, su curiosidad es inmensa. Pero es difícil hacer suyas todas esas novedades. De ahí sus rechazos. Por eso es fácil comprender que luchar, prohibir o forzar son actitudes condenadas al fracaso.
Los padres, según Maryse Vaillant, no deberíamos “convencer” a un niño de que coma, sino “darle la posibilidad de hacerlo”. Permitiéndole escoger, si nos sentimos capaces. Aceptando, por ejemplo, una etapa de “plátanos” que puede durar varios días. Cualquier otro alimento es rechazado sistemáticamente con un no rotundo. Qué régimen…
Buenos modales en la mesa, sí pero…
Cuando tienen el plato delante, deberíamos adoptar la misma actitud: no pidamos demasiado de golpe a nuestros hijos. Imaginemos una comida en familia. La mesa está puesta. En cada plato hay una jugosa rodaja de melón. Al ver los platos, los niños acuden corriendo. Pero, de pronto, una voz tajante espeta: “¡Hay que esperar a que todo el mundo esté sentado para empezar!”. De forma inesperada, el apetito de algunos se desvanece, lo que provoca comentarios de disgusto: “¡Qué niños tan difíciles!”.
Pues sí… para un niño pequeño es difícil plegarse a nuestros buenos modales. Las reglas de la buena educación se aprenden poco a poco. Si la comida se vive como un tiempo agradable alrededor de la mesa, deberíamos cerrar los ojos ante una boca llena que no deja de parlotear.
Cómo lograr que las comidas sean más tranquilas
¿Qué cenamos esta noche?: A veces, las crisis o las duras negociaciones alrededor de la mesa se convierten en un auténtico quebradero de cabeza. Para evitarlo, sin necesidad de cocinar un menú individualizado para cada uno, te proponemos algunas sugerencias para variar los sabores y los gustos y animar al niño a salir del círculo puré-jamón-sándwich-macarrones. Requieren un poco de tiempo, pero pueden rebajar la tensión. Por eso es preferible ponerlas en práctica durante el fin de semana o cuando estéis de vacaciones.
Cocinar con ellos: Un método eficaz para desarrollar sus sentidos y sus ganas de probar es implicarlos en la preparación de la comida. ¡Se sentirán muy orgullosos! Cortar las puntas a las judías verdes, desenvainar los guisantes, cortar las manzanas en trozos (sí, incluso a los 3 o 4 años pueden utilizar un cuchillo), trabajar la masa, ver cómo se derrite la salsa…
No hay por qué limitarse a la repostería. Les gusta todo: lo dulce y lo salado. ¡Hasta fregar los platos les apasiona! Así aprenden que la comida no aparece en el plato por arte de magia. Por su parte, lo padres se tienen que armar de paciencia y aprender a rescatar la yema que se les ha caído sobre la clara.
Probar con la fantasía y la sorpresa: ¿Por qué no proponer a los niños hacer un pícnic en la alfombra del salón? ¿Y si hiciéramos una comida naranja? ¿O una comida al revés, empezando por el postre? ¿Y si los niños escogieran hoy el menú? ¿Y si hiciéramos una comida para comer con las manos? Por último, de vez en cuando, para tener una comida tranquila en pareja, ¿por qué no dar de comer a los niños antes?
Iniciarles en los sabores: Dulce, salado, ácido, amargo, picante… No es fácil poner en palabras lo que percibimos con la lengua. Hay que animar a los niños a describir los sabores, hacer que hablen sobre ellos (“No te gusta, vale, ¿pero por qué?”, “¿a qué te recuerda?”, “¿a qué huele?”). Les encantan las degustaciones a ciegas: una patata frita, un trozo de calabacín crudo, un pedacito de queso… ¡Adivina! Y los padres también pueden participar en el juego.
Respetar las mismas reglas para todos: Hay que plantear claramente las reglas de la comida en familia: todos lo probamos todo, al menos dos buenos bocados, antes de decir si nos gusta o no. Y la próxima vez que el alimento vuelva a aparecer en la mesa, debemos probarlo otra vez. ¡Atención! Esta norma vale también para los padres a los que “nunca” les ha gustado el apio. Puede haber sorpresas. ¡Que aproveche!
Texto: Anne Bideault.