Roland Gérard es educador ambiental desde hace cuarenta años y trabaja para estrechar los lazos entre los niños y la naturaleza. Caracola le ha preguntado sobre lo que la naturaleza puede aportarles.
Caracola: ¿Los niños pasan suficiente tiempo en la naturaleza?
Roland Gérard: Cuando a los adultos nos pre guntan sobre nuestros recuerdos agradables de la infancia, casi siempre sale a relucir la naturaleza. Esos recuerdos suelen asociarse a una relación: con una persona, con un animal, con un árbol o con un lugar que nos gusta. Pero en nuestro mundo de hoy, tan urbano, se ha abierto una brecha entre la naturaleza y los seres humanos. Unos investigadores estadounidenses han identificado un «síndrome de la falta de naturaleza» y han demostrado que la depresión, la hiperactividad, la obesidad y la miopía son males que se pueden mitigar, incluso evitar, entrando en contacto con la naturaleza. También en las grandes ciudades tenemos acceso a ella. Los parques son revitalizantes y relajantes. Caminar por la orilla de un río, en pleno centro de la ciudad, también es estar en contacto con la naturaleza. Podemos observar las idas y venidas de los pájaros… Además, la ciudad cada vez se abre más a lo salvaje, habilitando espacios no domes ticados o «rincones de naturaleza». No obstante, creo que es indispensable ir al bosque al menos una vez al mes. Hay un médico japonés que hasta receta «baños de bosque». ¡Me parece genial! Todos necesitamos la naturaleza, a cualquier edad.
C: Además de bienestar y salud, ¿qué nos aporta la naturaleza?
R.G.: Los saberes del ser humano se nutren de tres fuentes: la naturaleza, los demás y él mismo. Sin embargo, hoy en día, predomina una fuente de conocimiento: ¡los demás, que nos invaden! Frecuentar la naturaleza es una experiencia de salud pública. Y, a mi entender, también es un modo de crear un cortafuegos frente a las omnipresentes pantallas. Porque estar en la naturaleza es alimentar el cuerpo, el corazón, el cerebro y el espíritu. El cuerpo porque todos nuestros sentidos están en alerta. El corazón, por las innumerables experiencias emocionales (observar una rapaz, sentirse orgulloso de caminar en equilibrio sobre un tronco…). El cerebro porque alimentamos el intelecto: veo una flor, la observo, la describo, tal vez la nombre y luego la reconozco. Y, por último, tenemos la dimensión espiritual. En la ciudad, hay menos oportunidades de hacernos preguntas como «¿Por qué existo?», «¿de dónde vengo?», «¿qué es estar vivo?». La naturaleza crece, produce semillas, huevos, se marchita, muere. Al entrar en contacto con la vida salvaje, aprendo a vivir y a contemplar. En la naturaleza, el niño pasa más tiempo consigo mismo.
C: Entonces, ¿nuestro papel como padres es soltar a nuestros hijos en la naturaleza?
R.G.: En realidad, no hay nada más simple que establecer esa relación entre el niño y la naturaleza: basta con entrar en contacto con ella. Ir al bosque, salirse un poco del camino, jugar a hacer ruido con las hojas… el niño enseguida interactuará con la naturaleza, tocando, recogiendo, trepando… Estará totalmente concentrado en lo que hace, con todos los sentidos en alerta, sin pensamientos molestos. ¡Eso equivale a muchas horas de meditación! Quizá se le ocurra construir una cabaña o trepar a un árbol: ¡es inherente a nuestra especie! Los adultos toman las precaucio nes necesarias, claro, pero considero que es fundamental no dejar aflorar demasiado nuestros temores, si los tenemos. Hay que tener confianza en lo que va a pasar entre el niño y el arroyo, entre él y la arena del río o las ramas de los ár boles. Y, además, hay que darle tiempo para fami liarizarse con el bosque, con la noche, con un árbol… Tiempo para caminar por el bosque… Si le damos tiempo, la experiencia generará conocimiento. Por último, ¡dejemos que los niños jueguen! ¡Tienen tan poco tiempo para jugar! Hay que dejarlos sin interrumpir sus juegos. ¿Qué más da que se mojen los zapatos?
C.: ¿Tenemos que ser entendidos para llevar a nuestros hijos al campo?
R.G.: ¡No importa no saber nada! El adulto se sumará a la curiosidad del niño y harán los descubrimientos juntos. Ante una mariquita, por ejemplo, hay dos reacciones posibles. El adulto puede inclinarse, cogerla en la mano y decir al niño: «¿La has visto?» o, a pesar de su envergadura, puede agacharse humildemente ante esa maravilla que es la mariquita y observarla. Esas dos reacciones denotan dos posturas opuestas. En la primera, damos a entender al niño que la naturaleza nos pertenece, que la dominamos. En la segunda, le explicamos que también nosotros somos naturaleza. Cuando, desde pequeños, estrechamos estos lazos con la naturaleza pasamos del ESTOY EN la naturaleza a SOY DE la naturaleza. Es decir, tengo fibras comunes con el bosque, con el arroyo, con los animales… y todo lo que les afecta me afecta a mí también. Y así entiendo que mi futuro está ligado al de mi territorio. Esa conciencia hace de mí un ciudadano. El filósofo Henri Bergson decía: «El ser humano está hecho de tal modo que todo lo que toca le toca y le conmueve». Yo estoy totalmente de acuerdo.