Todos (o casi todos) lo tenemos al alcance de la mano. Es un objeto mágico a los ojos de nuestros hijos (¿y de los nuestros?). ¿Cómo perciben los niños nuestros teléfonos? ¿Cómo integrarlos (pero no demasiado) en nuestra vida con ellos? Analicemos algunas escenas de la vida cotidiana.
El teléfono de los padres: un objeto deseado
El verano pasado, a Agnès le robaron el móvil. El culpable fue su sobrino de 6 años que lo metió en su bolsa para luego guardarlo con cuidado en su caja de los tesoros. La víctima comentó: “Me di cuenta de hasta qué punto el smartphone es un objeto de deseo para los niños. Aunque solo sea porque los adultos le conceden mucha importancia y le dedican mucho tiempo”.
Benoît, padre de tres hijos de 7, 3 y 2 años, añade: “Mientras no conocían sus posibilidades, los niños no se interesaban por él. Pero desde que les enseñamos que se podía jugar, colorear y ver dibujos animados, no dejan de pedirlo”.
Por el contrario, Marie tiene teléfono, pero casi nunca sabe dónde está o si está cargado. El aparato deja indiferente a sus hijos. En resumen: la relación que los padres tienen con su teléfono, influye en el comportamiento de sus hijos hacia el aparato. Es muy probable que a los progenitores que siempre lo tienen en la mano no les quede más remedio que compartirlo.
Un teléfono para el recuerdo
“En cuanto saco mi smartphone del bolsillo –dice divertida Emmanuelle, madre de tres hijas de 10, 8 y 2 años– la pequeña posa para la cámara y dice ‘chis’. Luego me pide que le enseñe la foto”. Alegrías cotidianas, trabajos manuales, grandes proezas y pequeñas victorias. Metemos todo lo que consideramos positivo en la cajita. Y lo niños lo reclaman: “¿Me haces un vídeo patinando?”.
Paradójicamente, muy pocos padres guardan todos los recuerdos digitales porque, además, no saben muy bien cómo hacerlo. “Si hacemos muchas fotos al niño–advierte el psicólogo Serge Tisseron–, puede que este piense que sus padres lo prefieren en imagen que en la realidad, que lo quieren más en las fotos que en la vida real. Es mejor valorar sus creaciones (dibujos, pinturas…). Ahí el mensaje queda claro: te queremos por lo que haces, sino por tu imagen”.
Ahora bien, los niños reviven con gran placer sus aventuras de los meses anteriores. Es el uso favorito de los más pequeños.
Un teléfono para divertirse
Si lo pensamos bien, no hay juguete más caro que este. Se entiende la reacción airada de una abuela: “¿Ponéis en sus manos un objeto que vale 500 euros?”. Por este motivo, Benoît solo presta su teléfono con ciertas condiciones: “Los niños tienen que estar sentados, si no, se acabó”.
Con la intuición que les caracteriza, a los niños el aparato enseguida les resulta familiar. Encuentran los juegos rápidamente. “Mis hijos me pedían a menudo mi teléfono para jugar –explica Agnès–. Tuve que establecer reglas, porque provocaba peleas. En cambio, me sirve de coartada: no tenemos consola de juegos ni pensamos comprar una: ¡ya tenemos el teléfono!”.
Un teléfono para esperar
Un pediatra comenta: “Hoy, en mi sala de espera, los niños juegan en las pantallas. A mi modo de ver, no hay nada que pueda sustituir la manipulación de auténticas piezas de puzle de cartón que se pueden girar, manosear, chupetear…”.
Hay que reconocer que para los padres es un invento genial. “En casa, generalmente no les dejo jugar con el teléfono –explica Benoît–, pero cuando hay que esperar, echamos mano de él: dibujos animados, dibujos para colorear, juegos, música…”. En el tren, el coche o el avión, es muy práctico.
Pascale, a pesar de que se considera a sí misma una “adicta”, modera su entusiasmo: “No puedo dejar de pensar que si hubiera traído un libro o una revista para la sala de espera, hubiera sido más divertido para mi hijo y para mí. Hubiéramos estado juntos, y no cada uno a lo suyo, a pesar de estar sentados uno al lado del otro. Tengo cierta mala conciencia”.
Un teléfono para comunicarse
La función principal del teléfono pasa a un segundo plano para los niños. Incluso la olvidan. “¿Tú un teléfono? ¿Pero a quién vas a llamar?”, exclamó Agnès cuando su hija se lo pidió en 2.º de Primaria. La niña abrió mucho los ojos, sorprendida: “¡A nadie!”. La pequeña solo pensaba en todas las demás prestaciones del aparato, como otros niños piden una videoconsola.
En realidad, nada de esto es sorprendente: de los 128 minutos que pasamos diariamente utilizando el teléfono móvil, solo 12 son de conversaciones telefónicas. Y los niños asimilan enseguida la opción de los “mensajes” y hasta olvidan que se puede hablar por teléfono: “¿Enviamos un mensaje para invitar a mi amigo?”, pide Robinson a sus 5 años.
El envío de fotos y, para los mejor equipados, las videocomunicaciones, también tienen mucho éxito. “Nos reunimos y llamamos a su abuela o a su primo –explica Pascale–. ¡Les encanta verse!”.
Un teléfono que desconcentra
Al igual que ocurre con un televisor encendido en una habitación, si no llevamos cuidado, el teléfono móvil atrapa la atención de todos. Porque tiene vida propia. Suena, vibra, se ilumina y nos descentra: “¡Cling! Has recibido un mensaje. ¡Cling! Alguien te ha llamado. ¡Cling! Es el cumpleaños de tu compañera…”.
Es la puerta por la que el mundo exterior, la esfera profesional y las diversas solicitudes, penetran en nuestro hogar. Cuando suena, acudimos corriendo. Generalmente perdemos la conciencia de lo que es realmente importante para nosotros. “¡Papaaa! ¡Te toca jugar!”. Pero papá acaba de recibir un mensaje y su mente está en otro lugar.
“Intento no mirarlo a cada momento –reconoce también Pascale, madre de dos niños–. Lo tengo siempre en silencio y fuera de su vista. No lo uso delante de ellos para que no me lo pidan”. Anaïs tiene tres hijos y una postura clara: “No lo han utilizado nunca. Tengo miedo de la influencia de las ondas en su cerebro, y no quiero que me asocien al adulto que va siempre con el móvil pegado a la oreja”.
Independientemente del uso que hagamos del smartphone, su poder de atracción nos obliga a aclarar nuestra postura educativa hacia él.
Texto: Anne Bideault. Ilustraciones: Pierre Fouillet.