La psicóloga Sevim Riedinger, autora de Le monde secret de l’enfant (El mundo secreto del niño), nos ayuda a descubrir la riqueza de nuestros hijos. En esta entrevista nos cuenta cómo nuestros hijos nos (re)abren una puerta hacia la dimensión sagrada de la existencia.
Ha escrito que el niño ha sido su “maestro”, ¿en qué sentido?
Sevim Riedinger: Los niños me han enseñado que la vida es sobre todo lo que hacemos. Para mi sorpresa, su capacidad para maravillarse y sorprenderse del mundo que les rodea reavivó en mí esa parte que había permanecido largo tiempo en la sombra, en los confines de mi propia infancia: la experiencia íntima de sentirme ligada al misterio del mundo. Ante un árbol, un cielo estrellado, un amanecer o un simple caracol, el niño se queda maravillado: hay algo que va más allá y lo siente en su interior. Leo en él su capacidad espontánea de abrirse a la dimensión sagrada de la existencia. Utilizo la palabra “sagrada” sin por ello conferirle una dimensión religiosa: para mí, la espiritualidad es la sorpresa ante lo que es. Lo sagrado es una experiencia emocional, sensitiva, que no se demuestra, sino que se siente en lo más íntimo de cada cual. Y el niño vive esta experiencia de forma espontánea, pero no le prestamos suficiente atención.
¿Hemos perdido la capacidad de maravillarnos?
Todos tenemos esa capacidad, pero está enterrada, oculta. En cuanto se pone en marcha el desarrollo de nuestras capacidades intelectuales, hacia los seis años, empezamos a perder esa intuición que nos dice que estamos profundamente unidos a algo que trasciende. Una vez, un pequeño me dijo con un nivel de conciencia extraordinario: “He perdido mi polvo de oro”. Pero el niño puede servirnos de guía para recuperar eso. Basta con acompañarlo y respetar su mirada sobre el mundo. Cuántas veces el niño señala con el dedo una flor o una nube y nosotros ni lo vemos. Al hacer eso, le estamos acostumbrando a que deje de verlo también. Pero si nos paramos un momento a su lado, el niño se convierte en nuestro maestro, nos abre la puerta a lo que hay dentro de nosotros, reintroduce esa dimensión esencial en nuestra vida. Ve a un parque y sitúate al pie de un árbol junto a un niño. Es extraordinario. Está allí, admirado. Se maravilla de lo que le supera, del misterio de la vida.
¿Es posible mantener o recuperar un alma de niño?
¡Sí! Nuestro niño interior es la parte más sensible de nosotros mismos, la que está abierta al misterio de la vida. Está enterrada, pero está. Creo que dentro de cada uno de nosotros hay un espacio intacto que no se ha contaminado con el dolor y los avatares de la vida. El niño puede servirnos de guía porque está unido directamente a esa dimensión. Y para mantenerlo ahí, hay que acompañarlo. Porque, si no, el pequeño se cierra. Al estar a su lado, al seguir su mirada sobre lo que le rodea, le damos confianza en lo que siente, legitimamos su percepción.
¿Por qué es importante acompañarle en ese sentimiento de admiración por lo que ve?
¡Es vital! Maravillarse y estar en contacto con la dimensión sagrada de la existencia es vital para el crecimiento del niño, para su desarrollo psicomotor. Esa capacidad de admiración aumenta el impulso vital. Cuando no se alimenta o se respeta lo suficiente esa capacidad, el niño puede quedar totalmente fuera de sí mismo y, por lo tanto, ser más vulnerable ante las dificultades de la vida, más influenciable. No sabe quién es, ya no está anclado a sí mismo.
¿Cuáles son las puertas de entrada a la vida interior?
Creo que la poesía, el sueño y la imaginación son un contrapunto magistral frente al racionalismo que quiere controlarlo todo. Hoy en día, satisfacemos mucho más las necesidades materiales del niño que su necesidad de espiritualidad: el pequeño necesita hacer preguntas esenciales, explorar su imaginario, soñar, jugar. Es fundamental volver a dar importancia a la imaginación, que es vital para el desarrollo del pensamiento. Actualmente, el niño recibe un ciclo de imágenes cerradas. Pero para alimentar su imaginación no necesita esas imágenes. Necesita parábolas, relatos, mitos… Además, es importante dejar que juegue libremente: a los colegios, a papás y mamás, a las figuritas… El niño necesita representar su realidad para poder convertirse en actor de la misma: una canguro cuidará de su muñeca, el muñequito de Playmobil se peleará con un compañero o recibirá la regañina de la maestra… Pero para que surjan todos estos juegos, el niño necesita espacio y tiempo, al menos media hora al día. Entonces puede disfrutar con toda libertad de su propio espacio, sin restricciones. ¡Aunque se aburra! El aburrimiento en pequeñas dosis le empuja a la creatividad y le abre hacia su vida interior.
¿Qué nos aleja de nuestro mundo secreto?
Lo que más nos cuesta hoy en día es estar atentos al momento presente, vivir en el aquí y en el ahora. En griego antiguo, hay dos palabras para nombrar el tiempo: cronos y kairos. Cronos es el tiempo que transcurre, el tiempo que nos devora. Y kairos es el tiempo que nos tomamos para convertirnos en nosotros mismos, para estar vivos, es el tiempo de lo esencial. Creo que nos falta eso: no tenemos tiempo y ya no nos escuchamos a nosotros mismos. El niño nos lo recuerda con su presencia, sus preguntas y su mirada.
Una madre me confesaba: “Nunca estoy donde debería estar”. Y es que con la cabeza llena de todo lo que tenemos que hacer, nos proyectamos en lo que va a suceder después o en lo que ha sucedido antes, pero no en el instante presente. Y arrastramos al niño a esa carrera permanente y al torbellino de estimulaciones: las pantallas, las informaciones ultrarrápidas, los horarios, las actividades… ¡La cabeza le da vueltas de tanto correr de aquí para allá! No hay más que ver el incremento de los trastornos de concentración y atención. Entendámonos: no tenemos por qué estar siempre pendientes de nuestros hijos. Bastan unos minutos al día de plena disponibilidad. Pero es fundamental pasar uno tiempo con el niño allá donde la vida nos ha depositado. Detenerse en él, sin dejar que la mirada huya hacia el teléfono móvil o a nuestros pensamientos porque, entonces, el niño ya no siente que existe. Por difícil que sea, tenemos que intentar detener nuestra agitación y dedicarle de verdad nuestro tiempo. Cuando solo existe ese vínculo con el niño y con el momento presente, alcanzamos momentos de eternidad.
¿Cómo cuidar la vida interior del niño y, de rebote, también la nuestra?
Eso requiere un poco de práctica, pero se puede avanzar poco a poco, unos momentos al día.
• Hacer el silencio: a menudo propongo a los padres que pasen unos minutos en silencio con sus hijos. Al principio, los niños se ríe y exclaman: “¡En este silencio no pasa nada!”. Luego se callan. Después podemos preguntarles: “¿Qué te ha venido a la cabeza mientras estabas en silencio?”. A los niños les gusta, y a los padres también.
• Estar ahí, simplemente: también es importante reservar un tiempo para no hacer nada, soñar… ¡también juntos!
• Instaurar costumbres: los niños se sientan en círculo con una velita en el centro. Reina el silencio. Se hace circular un palito. El que lo tiene, toma la palabra. Con los niños más pequeños, basta con menos de 10 minutos.
• Leer mitología: recomiendo encarecidamente leer los grandes mitos, que son extraordinariamente poéticos. La mitología griega, las grandes historias del Antiguo Testamento… es magnífico. Introducen al niño en otra realidad, una realidad imaginada, y eso le sitúa en el orden cósmico universal. Existen versiones muy bien adaptadas a los pequeños lectores.
Texto: Anne Bideault