Guerras, actos terroristas, catástrofes… A nuestros hijos, incluso a los más pequeños, les llega el eco de la violencia del mundo. Cuando nos preguntan sobre los que ellos llaman “malos”, ¿qué podemos responderles? ¿Qué actitud y qué palabras sirven para tranquilizarlos? La psicóloga Françoise Guérin nos da pautas para responder a sus preguntas.
Explicar a los niños la violencia en el mundo: no todo es bueno o malo
Entre los 3 y los 7 años, el niño tiene posturas muy categóricas: por un lado están los malos y por el otro, los buenos; las cosas son grandes o pequeñas, están sucias o limpias… Para crear puntos de referencia, necesita categorizar el mundo, separando, clasificando. ¡Es su trabajo! El papel de los padres y de los educadores es enseñarle que las cosas no son tan sencillas: un compañero de clase puede ser “muy malo” en el recreo de la mañana y un “súper amigo” por la tarde.
Por eso debemos ayudarle a perfeccionar su pensamiento haciéndole preguntas: “Dices que es malo, ¿pero de qué modo es malo? ¿Es un malo enfadado o un malo triste? ¿Es envidioso? ¿Es brusco?”. Hay que animarle a ser más preciso y, de ese modo, también más correcto: se puede estar enfadado sin ser violento o ser violento sin maldad, etc. Eso permitirá exponerle la idea de que la mayoría de la gente no es ni totalmente mala ni totalmente buena, empezando por nosotros mismos. “¿Tú también tienes ganas a veces de empujar a tu hermano para quitarle su juguete, no? ¿Recuerdas la noche en que estabas tan furioso que tiraste el plato? Y esta mañana, cuanto te reñí, ¿me consideraste ‘malo’?”.
También debemos compensar algunas asociaciones espontáneas: un niño no tarda en calificar de “bueno” a alguien guapo y bien vestido y, en cambio, una persona a la que no considera guapa pasa a ser potencialmente “mala”. El señor mal vestido que nos cruzamos por la calle no tiene por qué ser “malo” y el compañero de clase que tiene el pelo “raro” tampoco.
Cómo hablar de la violencia extrema a nuestros hijos
Estamos de acuerdo: los atentados, las catástrofes y otros retazos de informaciones trágicas que oyen en la radio o en la tele hacen que el niño entre en otro registro. El adulto que mata no tiene nada que ver con el compañero que da un puntapié o muerde. Para la psicóloga Françoise Guérin, aunque el niño utilice de forma espontánea esa palabra familiar (“el malo”), es preferible salir del mundo infantil y ampliar el vocabulario: “un terrorista”, “un criminal”, “un adulto lleno de odio y de rencor”.
A estas edades, las palabras les apasionan, porque les permiten preguntarse por su sentido. Podemos darles explicaciones sin temor: “El odio hace que una persona no pueda amar dentro de su corazón porque ya nada le importa. En cambio a ti eso no te pasa: aunque estés muy enfadado con tu hermano o conmigo, no quieres que desaparezcamos para siempre, no nos aborreces para siempre”. Todos esos matices les ayudan a pensar.
También podemos explicar al niño que hay muchos especialistas que reflexionan sobre las razones que llevan a esas personas a actuar así, para intentar curar su odio. Pero que hay cosas que aunque intentemos comprender con la cabeza, no podemos comprender con el corazón.
Confesar nuestros sentimientos ante los niños
“Si le digo que estoy conmocionada, que no lo entiendo o que me siento impotente, tengo la sensación de que no desempeño mi papel de madre”, dice inquieta una madre que recuerda haber roto a llorar al oír la noticia del atentado contra Charlie Hebdo.
El llanto del adulto impresiona, es verdad, pero disimular la propia emoción sería un error. ¿No sería aún más espantoso para un niño que su progenitor se mostrara indiferente? El llanto demuestra que estamos unidos a los demás, que nos preocupa lo que les sucede. La emoción del adulto permite que el niño pueda emocionarse también. Y hace que se dé cuenta de que llorar no es sinónimo de ser débil. Sobre todo cuando vea que, poco a poco, el adulto se recupera de su emoción.
Comunicar al niño nuestra impotencia también es un modo de aliviarlo. Porque, a menudo, los niños piensan que hay que ser todopoderoso: “¡No me duele!”, “¡No me da miedo!”, y que los adultos nunca tienen miedo ni dolor.
Aceptar la pregunta de los niños sobre la muerte
“Mi hijo oyó algo en la radio –cuenta Sandra–. Cuando le expliqué que había habido un atentado en Gran Bretaña, se hundió: ‘¿Por qué hacen eso?’”. La reacción del niño demuestra que las grandes preguntas existenciales le llegan al corazón, especialmente la de la muerte. Pero si amamos la vida es porque existe la muerte.
Los atentados hacen que se abra lo que Françoise Guérin llama “el libro de la muerte”. Si el niño siente angustia y se hace preguntas es porque busca soluciones para acostumbrarse a la idea de la pérdida de la vida, de la pérdida de lo que amamos. Así construye su imaginario y su pensamiento.
En cierta medida, la reiteración de atentados desde 2015 ha hecho que la muerte vuelva a ocupar en nuestras vidas el lugar que ocupó en el pasado y que la sociedad moderna intenta ignorar. Aceptar las preguntas de los niños sobre estos temas es fundamental, aunque no tengamos la respuesta a la pregunta: “¿Por qué ha hecho eso?”.
¿Y los juegos de guerra?
Jugar es fingir. Es mejor fingir que mordemos que morder de verdad, ¿no? En realidad es lo que hacen los padres con su bebé mofletudo cuando amenazan con comérselo crudo en el cambiador. El juego permite tratar las pulsiones destructivas que todos sienten. La pulsión llamada “muerte”, que está presente en todos nosotros, es la que lleva a destruir o a destruirnos. Nos pasamos la vida luchando contra ella a través de un esfuerzo constante de civilización. Al jugar “a la guerra”, peleándose con pistolas de plástico o almohadas, al dibujar criaturas monstruosas, etc., el niño satisface esa pulsión, pero si destruir a los demás ni a sí mismos.
¿Y los malos de los cuentos?
“Mi hija me pide constantemente Pulgarcito, que es un cuento terrible, con unos padres que por tres veces abandonan a sus hijos, un ogro que mata a sus propias hijas, etc. ¿A sus 4 años no es un poco pequeña para eso?”, se pregunta Sylvie con inquietud. Pulgarcito, como otros cuentos y mitos, es un cóctel genial: en él, el niño se enfrenta a su miedo al abandono o a ser devorado. Si lo pide es que busca y encuentra algo que necesita para trabajar lo que percibe del mundo en el que vive. La lectura de cuentos en versiones no edulcoradas puede ayudar al niño a “digerir” la violencia del mundo.
Texto: Anne Bideault con la colaboración de Françoise Guérin, psicóloga.