Los niños menores de 6 años se hacen muchas preguntas. Las relacionadas con la muerte a veces nos incomodan o nos desarman. ¿Cómo responder a su curiosidad natural? ¿Cómo hablarles de algo que a lo mejor también nos angustia a nosotros? Seguid los consejos de Claire Pinet, psicóloga especializada en el duelo y los cuidados paliativos.
Las preguntas de los niños sobre la muerte
“¿Y tú, mamá, te vas a morir pronto?”
La voz clara de Lise, de 4 años, cortó en seco la animada conversación de los adultos. Una pregunta así nos deja sin voz, porque llevamos la vida con mucho brío, ocultando el hecho de que esa vida tiene como condición la muerte. Sin embargo, no hay que echarse atrás, sino responder a la niña de la forma más sencilla posible. La obligación de responder vale para cualquier pregunta que surja de manera espontánea y con mayor motivo para las que se plantean a raíz de una experiencia real de duelo. Eludir esa curiosidad, no atenderla porque nos incomoda o minimizarla porque queremos “proteger” a los niños “es tóxico”, insiste Claire Pinet, que considera que el silencio supone un trauma adicional: “Lo único que puede hacer daño a un niño es no hablarle o no decirle la verdad”. Porque el niño imaginará siempre algo peor que la realidad y, además, el silencio de los adultos puede llevarle a pensar que es él el responsable de lo que ocurre.
Por eso no hay que perder la ocasión de abordar este tema, aunque sin adelantarse a sus preguntas. Podemos aprovechar una pregunta, una observación (un insecto o un pajarito muerto), la irrupción de la actualidad en la vida cotidiana (cuando el niño oye una radio o ve las noticias en la tele que está encendida en el salón) o la muerte de un personaje de ficción en un juego o un cómic. “La muerte está omnipresente en nuestra sociedad –afirma Claire Pinet¬–, pero nunca hablamos de ella. Nunca expresamos este aspecto de la condición humana, y deberíamos hacerlo”. Somos seres hablantes y la palabra nos alivia. Es algo que pudo constatar hace poco Myriam, maestra de 1.º de Primaria, cuyos alumnos prefirieron seguir hablando de la muerte que salir al recreo: “No tenían preguntas, sino necesidad de hablar de la muerte, de los muertos… Un niño llegó a la conclusión de que, aunque era triste hablar de todo eso, le sentaba bien, porque no siempre se atrevían a hablar de la muerte con sus padres”. Las preguntas que hacen los niños evolucionan con la edad, de modo que su imagen de la muerte se va formando a lo largo del tiempo. En este artículo hemos optado por escoger cinco preguntas que ilustran la imagen que los niños tienen de la muerte antes de los 6 años.
“¿Las raíces de los árboles molestan al abuelo en el cementerio?”
“¿Qué pasa entre la muerte y el esqueleto?”, “¿le pondrán otra ropa cuando esta ya esté estropeada?”. Las preguntas de los más pequeños nos inquietan, porque son muy concretas y nos remiten a una realidad que nos resulta desagradable: se interesan por el ciclo de la vida, por los bichitos, por la putrefacción. “Los niños pequeños hablan con gran facilidad de la muerte, es algo evidente para ellos: se puede estar enfermo y se puede estar muerto”, afirma Claire Pinet, que recuerda haber observado a unos niños jugando en el lecho de muerte de su abuelo poco después de que el cuerpo del difunto hubiera sido introducido en el ataúd. “No hay que limitar esa espontaneidad”. Los malentendidos nacen de esa diferencia de percepción: el adulto puede ver en esa actitud una falta de emoción y de tristeza. Pero eso no significa que el niño no viva su propio duelo. Es fundamental dejar que se exprese aceptando su forma de hacerlo, que está condicionada por la imagen que tiene en ese momento de la muerte.
“¿Cuándo dejará de estar muerta la abuela?”
Muchos niños pequeños creen que morimos, pero después renacemos. Las expresiones “nunca más” y “para siempre” todavía no tienen sentido para ellos, que ven el tiempo como un ciclo. “Todavía no les ha invadido el miedo –explica Claire Pinet–, porque no han interiorizado el carácter definitivo de la muerte”. Es algo que harán mucho después, hacia los 9 o 10 años. La comprensión íntima del hecho de que él mismo es mortal llega todavía más tarde, en la adolescencia. Las experiencias vividas por la familia cuentan mucho. Si ha habido un fallecimiento en su entorno, si ha vivido la muerte de algún animal o si los padres hablan de ello sin dificultad, el niño asumirá con más naturalidad la finitud como realidad de la existencia.
“¿Es obligatorio morir?”
Según su edad y sus experiencias, algunos niños plantean esta pregunta en el mismo tono en que preguntarían “por qué el cielo es azul”, mientras que otros la formulan profundamente conmocionados. Porque la respuesta a esta pregunta existencial acaba en el duelo de la omnipotencia en la que viven todos los niños pequeños. “¿A qué hora me moriré?”, preguntaba Julia con nerviosismo, como queriendo conservar al menos una certeza, aunque fuera mínima. Por eso hay que explicar y repetir: “Morimos porque tiene que ser así. Todo lo que está vivo, muere algún día. Contra eso no podemos hacer nada”. Otras actitudes pueden contribuir también a la aceptación progresiva de este principio de realidad. Por ejemplo, cuando un niño comprueba por experiencia que no puede estar en dos lugares a la vez o que no lo puede tener todo, hace suya la noción de límite. Sin embargo, si constatamos que el niño sigue creyendo que los muertos volverán a vivir, no tenemos por qué insistir: “Es la prueba de que aún no tiene la madurez suficiente para comprenderlo, y no pasa nada”. Muchos niños juegan con frecuencia a la muerte con los muñequitos o en sus juegos de representación, como si quisieran reconectar con su omnipotencia y exorcizar la de la muerte: cuando juego, decido yo.
“¿Cuando sea mayor, tú estarás muerta?”
La primera reacción de un niño ante la muerte de un ser cercano es el miedo al abandono. Incluso antes que la pena. Por eso es normal que se pregunte por la muerte de sus padres o que exprese el deseo de “que nos muramos todos juntos”. ¡Qué impresión se lleva el progenitor interpelado! Claire Pinet aconseja que al responderles les expliquemos que las generaciones ceden el paso a los más jóvenes, pero cuidando de no estropear “el hoy por hoy de la vida” ante la perspectiva de lo que ocurrirá algún día. Podemos decirle, por ejemplo: “Hay muchas probabilidades de que yo me muera antes que tú, y es lo que deseo. Entonces tú, con tu trabajo y con lo que hagas, podrás ayudar al mundo y a la sociedad. Pero de momento, estoy vivo/a y tengo ganas de hacer muchas cosas contigo”.
Esta pregunta demuestra también que el niño ha comprendido el orden de las cosas: normalmente, las personas de más edad mueren antes que los jóvenes. Cuando ocurre lo contrario, como cuando muere un bebé, un niño o u joven, el pequeño se indigna, igual que los adultos: “¡No es justo! ¡No tenía que morir!”. ¿Qué podemos decir, salvo confesar nuestra desesperación? “No tengo respuesta. Ha muerto muy joven y eso es lo contrario de lo que debía suceder. Pero las cosas no siempre ocurren como se preveían y todo esto nos supera”.
“¿Adónde vamos cuando morimos?”
Esta es una pregunta que nadie puede responder con certeza. ¡Es mejor confesarlo! “Que no lo sepamos no es motivo para no hablar de ello”, insiste Claire Pinet. Tenemos que reconocer que no hay nadie que sepa exactamente lo que pasa después de la muerte. Podemos explicar que la gente tiene creencias y opiniones diferentes sobre esta cuestión antes de dar nuestro propio punto de vista: “Yo creo que… Poco a poco, tú irás teniendo tu propia opinión”. Hélène recuerda que su hijo der 4 años le preguntó sobre el “después” y ella dio “una de las peores respuestas para un niño: le dije que, en mi opinión, no íbamos a ninguna parte”. Claire Pinet confirma esa observación: “Decir que después de la muerte no hay nada, genera angustia”. Por eso aconseja a los no creyentes que insistan en el hecho de que la muerte no es el fin de la relación, sino su transformación. Un modo de expresarlo sería el siguiente: “Aunque estemos separados por la muerte, nos podemos querer mucho. La abuela sigue siendo la abuela, también ahora, y todo lo bueno y lo positivo que vivisteis sigue existiendo”.
¿Qué hacer y qué decir cuando muere una persona cercana?
Cuando ocurre “de verdad”, hay que informar de ello al niño sin demora y utilizando palabras exentas de ambigüedad: “ha muerto” es mejor que “se ha marchado” o “nos ha dejado”. También es importante “reafirmar la emoción del niño”, aunque no diga nada, aunque no deje traslucir nada, diciendo cosas como: “Quieres mucho a tu abuelo y estás triste porque se ha muerto. Ya ves que los mayores también estamos tristes: da mucha pena separarse de alguien que queremos”. Los adultos no tienen por qué privarse de llorar delante de los niños, aunque a ellos les impresione: “Proteger al niño conteniendo las lágrimas –insiste Claire Pinet– es una aberración: cada cual se parapeta en un duelo que no se expresa, que no se comparte y que, por lo tanto, no se hace”.
Muchos dudamos a la hora de dejar a un niño asistir a un funeral. Sin embargo, la ceremonia, que marca la separación efectiva entre los vivos y los muertos, desempeña un papel fundamental en el inicio del duelo: permite constatar que la muerte no es algo abstracto, imaginario. Participar en él es vivir un dolor constructivo. Es importante que los niños actúen para acompañar la despedida: que hagan dibujos, escojan un objeto… También podemos preguntar (no imponer) al niño si quiere ver el cuerpo del difunto para despedirse de él. Pero antes hay que describirle lo que va a ver: “El cuerpo de un muerto no se mueve, no respira. La cara está pálida y tranquila, está frío…”. La mayoría de las veces, los niños dicen que quieren ver el cuerpo. Podemos confiar en ellos: al hablarles, al darles la posibilidad de expresar lo que sienten (en lugar de creer que lo sabemos en su lugar), descubriremos lo que necesitan para superar esta prueba y eso permitirá que adaptemos nuestra ayuda.
Texto: Anne Bideault. Ilustraciones: Pascale Lemaître.