Paternidad positiva, comunicación benevolente… Ahora mismo, estos términos son muy populares en internet y en los estantes de las librerías. Para unos es un método eficaz; para otros, demasiado indulgente: a continuación examinamos la disciplina positiva con los niños.
Padres positivos, sí, ¡pero también torpes!
Durante una cena, un invitado tira un vaso. ¿Qué comensal se atrevería a enfadarse con él y a decirle: “¡Qué torpe eres, parece mentira!”? Del mismo modo, a un colega que es nuevo en la empresa, nadie le diría: “Acabas de cometer el mismo error que ayer, ¡no lo vas a hacer bien nunca!”. Pues es así como nos dirigimos muchas veces a nuestros hijos, sin tener en cuenta que, para ellos, todo es aprendizaje, todo es primera vez.
Es verdad que todos somos positivos con nuestros hijos. Positivos sí, ¡pero torpes también! Somos torpes cuando, por ejemplo, decimos: “Venga, vamos, deja de llorar, ya está, ya no te duele”. O cuando decimos de nuestro hijo de 3 años: “¡Es terrible!”, o cuando le tiramos del brazo gritando: “¡Se puede saber quién manda aquí?”.
6 reglas de oro y 6 expresiones que debemos eliminar de nuestro vocabulario para educar de forma positiva
Las investigaciones más recientes sobre el cerebro humano han demostrado que una educación empática y respetuosa permite que el cerebro se desarrolle de forma óptima. Por el contrario, el estrés, las humillaciones y la violencia verbal o física pueden modificar profundamente un cerebro en formación y acarrear trastornos cognitivos.
Afortunadamente, nuestras torpezas cotidianas pueden corregirse con pequeños retoques y un poco de entrenamiento. Porque la disciplina positiva es sobre todo una cuestión de actitud. Y si a veces tenemos recaídas, no pasa nada. Nadège Larcher, psicóloga, nos presenta 6 reglas de oro y 6 expresiones que debemos desterrar de nuestro vocabulario para llegar a ser unos padres todavía más positivos.
1 – Distinguir al niño de sus actos para no volver a decir: “¡Eres un demonio!”
Jean tiene 4 años. Durante una comida en familia, tira el salero dentro de su vaso. Su abuelo reacciona: “¡No haces más que tonterías! ¡Qué bobo eres!”. Jean se encoge en su silla. Lo que entiende es: “Soy un desastre”. Sin embargo, no se está reconviniendo al niño, sino a lo que ha hecho. Hay que estar atentos y distinguir entre las dos cosas: “¿Has visto que la sal se disuelve en el agua? ¡Qué interesante, no! Pero tomar demasiada sal no es bueno para la salud y ya te expliqué que hay que esperar a terminar de comer para poder jugar. Ve a tirar el agua por el fregadero”.
¿Simples detalles del lenguaje? Las consecuencias sobre la autoestima son cruciales. Jean se siente respetado, porque el adulto tiene en cuenta su curiosidad natural y su aptitud para reparar lo que ha hecho. En cambio, al utilizar los matices del verbo ser (“Mi hija es caprichosa, mi hijo es egoísta”…), encerramos a los niños en una falsa visión de sí mismos, que luego intentarán confirmar. En definitiva, un niño “terrible” hará lo imposible por seguir siéndolo.
2 – Establecer las normas con antelación para no volver a decir: “¿Cuántas veces te lo tengo que repetir?”.
Alice y Marina tienen 3 años. Las niñas y sus padres están invitados a un aperitivo. Al llegar a la casa de sus anfitriones, las dos hermanas empiezan a perseguirse alrededor de la mesa baja y se suben a los sofás. Su padre se enfada mucho. Pero, en realidad, ¿se había tomado el trabajo de comunicar a las niñas lo que esperaba de ellas en este tipo de situación? Las pequeñas no tenían por qué adivinarlo.
Lo que para los adultos es evidente, no lo es siempre para los niños. Y es mejor intentar anticiparse estableciendo las reglas con antelación que reaccionar cuando la “tontería” ya está hecha. “Vamos al supermercado. Dentro, tenéis que andar tranquilamente al lado del carrito. Y me molesta que insistáis en que os compre cosas”. O bien: “Para usar los juguetes de tu hermano tienes que pedírselo antes”.
¿Tienes la sensación de que siempre repites las mismas cosas? ¡Es normal! Antes de los 6 o 7 años, los niños no son capaces de integrar las normas de forma definitiva.
3 – Expresar las prohibiciones de forma positiva para no volver a decir: “¡No grites!”.
Haz la prueba: en lugar de gritar “¡No corras!”, di: “Ve andando”. Ya verás, ¡funciona! Porque en la orden de no correr, el cerebro del niño capta ante todo el verbo correr: “¡Corre!”. Es mejor acostumbrarse a decir lo que pueden hacer que subrayar lo que no pueden hacer.
4 – Reconocer las emociones del niño para no decir: “Eso no es nada”.
Elena tiene 3 años. Al volver de la guardería está irritable. Y cuando se cae en el pasillo, se desata la crisis. La niña patalea, berrea y tiende los brazos hacia su madre.
Decir la clásica frase: “Eso no es nada, no te has hecho daño”, ¿la consolará? ¡Claro que es grave! ¡Claro que se siente mal! ¿Por qué negar lo que siente? Si la madre la coge en sus brazos y constata simplemente: “Te has caído y te has hecho daño, por eso lloras y estás enfadada”, la niña verá que la escuchan, que la comprenden y que la respetan. Y sus lágrimas se desvanecerán mucho más rápido.
Lo mismo nos ocurre a nosotros: en lugar de explotar y soltar a la cara del niño: “¡Eres imposible!”, hablemos en primera persona, ciñéndonos a los hechos y recordando las reglas: “Me pone nervioso ver que sigues saltando en el sofá. El sofá sirve para sentarse”.
5 – No ver intención donde no la hay para no volver a decir: “¡No armes un berrinche!”.
Cuando uno de sus hijos se tira al suelo, Gaëlle ya no se pregunta si “tiene una rabieta”, se hace otras preguntas distintas: “¿Qué necesidad no se ha satisfecho? ¿Su necesidad de afecto? ¿De descanso? ¿Las normas no estaban claras…?”.
Poco a poco, el niño aprenderá a reconocer y a expresar sus emociones y sus necesidades. Para ayudarles, Lucie anima a sus hijos a utilizar un código de color escogiendo unos lápices: rojo para el mal humor, naranja para la contrariedad y verde cuando todo va bien. Así, al volver del colegio, toma la temperatura sin grandes discursos.
6 – Ser flexible manteniendo los límites para no volver a decir: “¡Es así y se acabó!”.
“Antes, cuando uno de mis hijos no quería bañarse –cuenta Lucie–, le decía: ‘Al agua inmediatamente o te vas a tu habitación’. Ahora le digo: ‘Juega un poco más, pero cuando la aguja grande esté en las 3, te vas a bañar”. Esta alternativa es aceptable para todos y tiene la ventaja de permitir al niño adoptar una postura activa.
Es un punto de vista que comparte Gaëlle, madre de tres niños. “Antes, cuando decía no, no insistía, para no quedar mal. Pero, en realidad, no se pierde nada por insistir en algo. Mis hijos saben distinguir muy bien las cosas con las que no transijo: hay que dar la mano para cruzar la calle, etc.”. A veces merece la pena preguntarnos por qué imponemos nuestra voluntad a nuestros hijos. Que el jersey sea naranja o rojo, ¿qué más da?
Texto: Anne Bideault