Recientes investigaciones en el terreno de la neurociencia demuestran que la calidez del contacto físico es fundamental para la felicidad de los niños. ¿A qué esperamos para propiciar momentos tiernos… con dulzura?
Transmitir cariño es esencial para la felicidad de los niños
Es evidente que, en el mundo en que vivimos, cada vez hay más necesidad de dulzura. Los padres lo saben mejor que nadie. Es el primer regalo que hacen a su hijo en los primeros instantes de vida: la dulzura de la piel materna sobre la que reposa el recién nacido; la dulzura de la mirada de su padre; la dulzura de su primera ropita, escogida para que sea lo más suave posible. María, madre de tres hijos de 3, 5 y 9 años, ha desvelado el «misterio» de esa dulzura que parece estar en el origen del ser humano: «Para ser dulce, ¡hay que ser dos! Es difícil recibir un gesto dulce de un niño sin derretirse». Cuando un chiquitín abraza a su madre o a su padre en busca de ternura, el adulto, por ocupado que esté, reacciona con dulzura. Gracias a sus hijos, los padres tienen ante sí esa prodigiosa dimensión de la dulzura: su poder de reciprocidad. Por eso, si logramos afrontar las rabietas de los niños sin perder la calma, es muy probable que eso baste para tranquilizarlos. Si, por el contrario, gritamos, los oídos de los pequeños muestran una misteriosa tendencia a taponarse.
El cariño hacia los niños, por encima de todo
Cada vez aparecen más estudios científicos que explican hasta qué punto el contacto tierno con el niño es fundamental para su desarrollo emocional y cerebral. Recien tes investigaciones en el campo de la neurociencia demuestran que la tranquilidad influye positivamente en el cerebro de los pequeños. «Un clima educativo suave y tolerante modifica profundamente el cerebro afectivo y cognitivo de los niños», explica la pediatra Catherine Guéguen. Actualmente, sabemos que los gestos de ternura y de respeto facilitan el aprendizaje, la memorización, la motivación, la resistencia al estrés, el bienestar… En definitiva, ayudan a crecer.
Sí, pero… no es fácil ofrecer todos los días esa dulzura tan valiosa. Para los padres de niños menores de 7 años, mantener la calma es todo un reto. Antes de esa edad, sus cerebros no están totalmente maduros: no son capaces de enfrentarse a sus emociones y a menudo reaccionan de forma desmedida. Pues sí, los berrinches en el súper o con la canguro se explican (también) por este motivo. Además, el mundo de hoy no ayuda: no es fácil resistir con serenidad el torbellino cotidiano y las exigencias de rendimiento y éxito. ¡En esta sociedad, la dulzura casi se considera debilidad! Sin embargo, todos los especialistas coinciden: la dulzura no significa dejarse llevar. «La persona dulce no dice sí a todo, pero fija un marco sin humillar al niño, ni verbal ni físicamente», subraya Catherine Schmider, diplomada en CNV (Comunicación No Violenta). La doctora Guéguen se muestra de acuerdo: «La dulzura no significa ausencia de límites».
Cómo transmitir cariño a los niños
Ya que la sociedad no valora la dulzura, es tarea nuestra, como padres, acogerla con pequeños rituales: sentarnos en silencio junto a nuestro hijo para observarlo; sacar tiempo para ir a un recado juntos mientras charlamos por el camino, saborear dos onzas de chocolate «en secreto» en la cocina… No lo olvidemos: la dulzura se cultiva, en primer lugar, con los gestos. ¡Así que hay que ser generoso con los mimos! Sentarse junto a un niño que llora, darle la mano cuando tiene miedo, masajearle la tripita cuando le duele… son gestos cuya dulzura sirve de consuelo, calma y cura. Y teje lazos firmes de confianza entre el niño y su progenitor que dejan una huella indeleble en su corazón. Tenemos que inventarnos palabras dulces, solo nuestras, y apodos cariñosos.
¿Parece ñoño? Pues no lo es. «Desde hace miles de años, la educación gira en torno a la autoridad y las prohibiciones. ¡Reivindicar el valor de la empatía y del apoyo es toda una revolución educativa!», asegura Catherine Guéguen. Por eso, educar a los niños con dulzura va más allá de la evidencia de los gestos: es una actitud integral de cada uno. Primero, de los adultos: para no ceder al enfado, aprendamos a en tender nuestras emociones. Cristina, madre de tres niños, lo intenta: «Cuando vuelvo por la tarde, mientras los peques corren por todos lados, trato de averiguar qué es lo que me enerva: ¿el cansancio?, ¿el ruido? Entonces les pido que jueguen un ratito en su cuarto y trato de aislarme unos minutos…». Joan es muy consciente de que los padres y madres hacemos lo que podemos pero, cada tarde al volver de trabajar, se plantea un reto: «¿Cuánto tiempo puedo dedicar hoy a mi hijo, sin consultar el móvil, sin poner la sopa a calentar o sin pensar en un tema de la oficina?». ¿Y cómo ayudar a los niños a entender sus emociones? Con la receptividad empática, una de las herramientas de la comunicación no violenta. La norma es ponerse en situación de captar lo que sienten, sin racionalizar ni hacer preguntas. Es muy probable que, aprendiendo a descifrar así sus emociones, el niño ya no necesite expresarlas de modo doloroso y «dramático». Es difícil que un niño responda con brusquedad a un gesto de dulzura.