No hay que irse al otro extremo del mundo para impregnar nuestras vacaciones de un aroma de aventura. A los cuatro años, lo ordinario se convierte enseguida en extraordinario. Y, cuando los padres le ponen su pizca de sal, ¡las vacaciones se transforman en una emocionante aventura en familia!
La aventura está por todas partes en vacaciones
Vacaciones… ¡vasta tierra de aventura! Sean fortuitas o planeadas, los niños adoran las sorpresas y lo «extrordinario», fuente de sus mejores recuerdos del verano. Pero, para vivir aventuras con los pequeños, no hay que irse al otro extremo del mundo ni pagar la entrada a un parque de aventura. Buena parte de los padres a los que hemos preguntado dicen espontáneamente que basta con montar la tienda de campaña en el jardín. Porque la aventura es sacar a los niños de los caminos señalizados, flexibilizar las reglas vigentes durante el año y olvidarse por un momento de la rutina.
Felipe e Inés, padres de cuatro niños ya mayores, recuerdan sus noches en el porche de la casa del pueblo: «Sacábamos los colchones y dormíamos fuera. Un día, vimos pasar un erizo hembra con sus crías. ¡Fue maravilloso!».
Máximo tiene siete años y cuenta que el mejor recuerdo de su vida es del verano pasado: en lugar de irse a dormir, una noche se fue con su tía a la playa y estuvieron mirando las estrellas… «¡hasta las doce!». Describe bien sus sensaciones: el ruido del mar, el cielo inmenso, el aire cálido… Un momento único. Los niños no ven el mundo como los adultos. Lo excepcional no siempre está donde se espera…
Así lo refleja una postal de una nieta a su abuela: «Por la noche, en el tren nos levantamos a hacer pis. ¡Y por la taza se veían las vías!». Lo imprevisto, en ocasiones un engorro para los padres, puede ser percibido por los niños como algo emocionante: una avería del coche, una tormenta, una conexión perdida… No hay que olvidarlo en situaciones delicadas.
Por ejemplo, Marina, no muy segura del sendero que había tomado, se inventó todo un guión para que su hijo siguiese avanzando a buen ritmo: «Éramos dos exploradores que se habían quedado sin comida. Y teníamos que llegar a una carretera asfaltada antes del anochecer». La aventura, grande, pequeña, planificada o real, estimula en el niño el gusto por el descubrimiento, el deseo de acercarse a lo desconocido, y permite a quienes le acompañan compartir experiencias y emociones.
En palabras del psiquiatra Daniel Marcelli: «Tolerar la incertidumbre, aceptar lo inesperado o lo insólito son condiciones previas imprescindibles para hacerse con el entorno cercano y para desarrollar capacidades para el aprendizaje». Con nuestros hijos, lo extraordinario está por todas partes… ¡y todos somos aventureros! «Lo contrario de Indiana Jones…»
En verano, Juan Felipe lleva de acampada a sus pequeñas urbanitas: «Soy todo lo contrario de Indiana Jones. Para mí, la aventura no son los deportes extremos, sino la calma, la lentitud, la observación, la explicación. Levantamos una piedra y observamos los bichitos: los cogemos con cuidado y volvemos a dejarlo todo como lo encontramos. Dedicamos un rato a preparar la fogata: qué piedras elegimos, cómo las colocamos… Ramitas, piñas, ramas más grandes… ¿en qué orden hay que ponerlas? Si calentamos en el fuego una piedra plana, podemos asar pimientos.
¡Mis hijas se lo pasan pipa! Luego, nos tumbamos a mirar el cielo. De noche, el paisaje es diferente: los colores y los ruidos cambian. Las niñas lo observan todo y lo recuerdan a lo largo del año». «¡La aventura hay que ganársela!» Cecilia y Domingo, entusiastas de la mon taña, se llevaron a sus gemelas a dormir en un refugio: «La noche en el refugio era el broche final a una jornada de senderismo, que resultó más larga de lo previsto. ¡Menos mal que había muchos animales que mirar por el camino!
Las niñas, de cuatro años, llevaban orgullosas sus mochilas. Encontrar una casita para dormir en aquel lugar perdido fue para ellas algo mágico. ¡Y no te digo comerse una sopa a las seis y media de la tarde en pleno verano! Recorrieron el refugio, felices ante la idea de dormir todos en la misma habitación. Nos hicimos fotos de recuerdo. Al día siguiente, el cansancio se hizo notar y las dos acabaron sobre nuestras espaldas. Pero, desde aquel día, siempre que vamos a la montaña quieren dormir en un refugio».