Los más pequeños tienen unas necesidades básicas: comer, dormir, estar limpios… Pero a menudo olvidamos citar el contacto físico y, más concretamente, el abrazo. En este extracto de la revista Popi hacemos el elogio de sus múltiples virtudes como, por ejemplo, una que no siempre es evidente: la de calmar las crisis y las rabietas.
El gran abrazo antes de acostarse, los abrazos que ayudan a reunir el valor para separarse, el abrazo del reencuentro… Los conocemos tan bien, que los damos sin dudar, de forma natural. Pero, en otras ocasiones, los abrazos son menos intuitivos. En medio de la acera, Martin se queda paralizado, con la cara roja y los ojos llenos de lágrimas. Empieza a gritar, patalea y se tira al suelo gesticulando. Los peatones se vuelven. ¡Su madre tampoco puede más! Aún así, respira hondo y se arrodilla delante de su pequeño diablillo y le dice: “¿Quieres que te dé un abrazo?”. Martin se resiste, sigue vociferando, hasta que, al final, deja que su madre lo rodee con sus brazos envolviéndolo con suavidad y firmeza. Su respiración se hace más lenta, su cuerpo se relaja. Y, de repente, Martin se pone en pie: ¡ya está, se acabó!
Aurélia es niñera profesional y conoce bien el poder tranquilizador del abrazo. Uno de los bebés a los que cuida pasa en su casa doce horas al día. Al principio, cuando el pequeño aún no tenía 4 meses, lloraba mucho. Entonces Aurélia decidió llevarlo en un pañuelo portabebés: “Gracias al cuerpo a cuerpo conseguí establecer lazos con él”. Es una técnica a la que recurren algunas guarderías, explica el terapeuta Arnaud Deroo, consultor educativo que durante mucho tiempo coordinó el servicio de Primera Infancia de la ciudad de Lambersart, en el norte de Francia: “Para crecer, el niño pequeño necesita mimos, estar en brazos”. ¡Es una necesidad básica! De hecho, la neurociencia ha demostrado que el abrazo activa una hormona, la oxitocina, comúnmente llamada “la hormona de la felicidad”. Este neurotransmisor favorece el desarrollo cerebral.
Célula anticrisis
Pero hay que reconocer que frente un niño en plena rabieta, lo primero que se nos pasa por la cabeza no es darle un abrazo. A veces, la respuesta es nuestro propio enfado. O intentar razonar con él: “La galleta se ha partido en dos, pero sigues teniendo la misma cantidad”, “no hay más manzanas porque… ¡no quedan!”. Es tiempo perdido: en los niños pequeños, el hemisferio del cerebro donde radica la lógica está mucho menos desarrollado que aquel en que residen las emociones. Pensándolo bien, cuando un adulto se siente sobrepasado por las emociones, también pierde su lado racional.
Si apostamos por el contacto físico, es mucho más probable que logremos calmar una rabieta, un disgusto o un estado de gran excitación. Por eso, como explica Arnaud Deroo, cuando un niño se encuentra “estresado, cuando vive una emoción difícil, necesita que lo contengan físicamente”. ¿Contenerlo? Sí: bloquearle los brazos y las piernas. Puede parecer algo muy alejado de la imagen plácida del abrazo… pero en ese momento el niño se siente superado por una energía motriz desestructurada y pierde el control de sí mismo. Está “fuera de sí”, y ese abrazo firme cumple precisamente la función de recogerlo en su envoltura corporal. A veces hay que estar preparado para luchar.
“Cuando mi hija coge una rabieta”, cuenta Sylvie, detecto sobre todo agotamiento o pena. Muchas veces pienso que no sabe lo que le pasa. La rabia hace que sea capaz de pegarme o de pegarse a sí misma. Entonces la cojo en mis brazos y espero. Puede ser un proceso muy largo y realmente tengo que mentalizarme. No siempre lo consigo”.
¿Razón o emoción? ¿Cuerpo o mente?
Si esto ocurre cuando hay gente alrededor, Arnaud Deroo recomienda a los padres que se aíslen un poco porque, por un lado, “en nuestra cultura, según vemos las cosas, el hecho de que un adulto contenga así a un niño puede interpretarse como signo de violencia”; y, por otro lado, frente a las rabietas y al agotamiento, el reflejo educativo no suele ser el abrazo. Por eso, cuando un niño acaba por tranquilizarse apoyado en el hombro de uno de sus padres, no es raro que alguien exclame: “¡Qué listo es! Ya lo ha pillado. Lo vas a malacostumbrar”. Lo que significa: “Te vas a enterar de lo que vale un peine, te está tomando el pelo”. Esas misma personas califican luego de “caprichos” esas rabietas o crisis provocadas por el cansancio. Sin embargo, la palabra “capricho” encierra una intencionalidad, como si el niño actuara de forma voluntaria. Y el cerebro de los más pequeños no está preparado para utilizar esas estrategias. Así que es mejor no prestar atención a esos comentarios: “¡Un abrazo no es una recompensa, es una necesidad!”, exclama Arnaud Deroo. Una necesidad del niño que, cuando se satisface, le permite avanzar con un poco más de seguridad en la vida.
Mientras los padres no impongan los abrazos (“Qué mono eres, ven a darme un beso”), no hay peligro de excederse: ese ratito, sentados en el sofá o acurrucados bajo una manta para leer un álbum, unos minutos de balanceo, un masajito… Incluso podemos preguntarnos al acabar el día: “¿Ha recibido hoy su dosis de afecto?”. Repetíos: ¡un abrazo recarga las baterías de los corazones!
Texto: Anne Bideault.