¿Cuándo hay que inmiscuirse en las relaciones entre los hermanos? Vuestros hijos se pelean. ¿Es mejor dejar que se las apañen ellos solos o intervenir? Y, en ese caso, ¿cómo? Seguid estos consejos para comprender lo que ocurre entre los hermanos y saber cómo reaccionar.
Comprender las rivalidades entre los hermanos
“¿Cuándo devolveremos a mi hermanito al hospital?”. “¿Cómo? ¿Qué va a vivir con nosotros a partir de ahora?”. A veces, el nacimiento de un hermano pequeño suscita comentarios en el hermano mayor que dejan sin palabras a los padres. Antes de que puedan jugar juntos al escondite, antes de que en la casa resuenen sus carcajadas al unísono, los sentimientos que manifiestan los hermanos mayores no suelen ser precisamente de ternura.
Las rivalidades entre hermanos, que son naturales e inevitables, reflejan un temor: el de la pérdida del afecto de los padres. Podemos atenuar ese sentimiento explicándoles que no es así (“el corazón de los padres se ensancha con cada nuevo nacimiento”) y haciendo esfuerzos por dedicar tiempo a todos, pero no lograremos hacer desaparecer esa angustia existencial: el otro niño, ya sea mayor o más pequeño que yo, tanto si lo acaricio como si no, es una amenaza. De ahí esas repentinas rabietas cuando el hermanito está mamando en brazos de mamá, o las peleas para ver quién se sienta al lado de papá, o los reproches mutuos por el número de patatas fritas que se ha comido cada uno durante el aperitivo… Pero por mucho que sepamos que es algo natural, preferiríamos vivir sin esas peleas.
No forzar la buena armonía entre los niños
La mayor parte de los padres sueñan con formar una familia donde todo sea armonía, respeto y ternura. Es normal: las tensiones, aunque sean pasajeras, ponen nuestros nervios a prueba y nos exigen mucha más energía que los momentos más tranquilos y de complicidad. Sin embargo, pretender hacerlas desaparecer a cualquier precio sería un error.
Forzar la armonía o exigir afecto es impedir que los niños expresen las emociones que sienten. Para comprobarlo, basta ver a un pequeño que acaba de convertirse en hermano mayor. La familia y los amigos se reúnen alrededor de la cuna del recién nacido y siempre hay una adulto que pregunta: “¿Estás contento de tener una hermanita?”. Y, en general, obtiene la callada por respuesta. También puede que el niño huya a otra habitación o se vuelva de espaldas. ¡Qué desgarro debe de sentir en su interior, dividido entre el deseo de complacer a sus padres que parecen tan contentos y el de expresar lo que siente en el fondo de su corazón!
Pero está comprobado: otro tipo de frase puede generar un comportamiento distinto: “¿No es fácil, verdad, tener una hermana pequeña?” ¿Te pone un poco nervioso, verdad?”. La cara se le ilumina. Con la mirada interrogativa, esboza una sonrisa de alivio: alguien me comprende, alguien me autoriza a sentir lo que siento. La presión disminuye. Incluso se puede añadir: “No estás obligado a quererla”, confiando en la predicción de Françoise Dolto: “En lugar de detestar al que acaba de transformar su orden, el hermano mayor pasa de forma natural a hacer lo mismo que sus padres: quererla”.
Ante los excesos físicos y verbales, firmeza
Sin embargo, esa autorización a “no querer” no debe ser considerada en ningún caso como permiso para dar rienda suelta a sus pulsiones agresivas. En ese caso, los padres deben actuar con tacto y firmeza. Tienen que imponer límites a los excesos físicos y verbales y deben intervenir cuando uno de sus hijos está demasiado sometido al poder del otro.
El primogénito tiene ascendente sobre los más pequeños, aunque solo sea porque posee más fuerza física y cuenta con la ventaja de ser el mayor. Por ejemplo, Hélène se ve obligada a regañar a su hijo mayor, que cursa 1.º de Primaria, porque da órdenes a su hermano pequeño, que tanto lo admira: “Ve a buscarme el rotulador rojo” o “recógeme la hoja”… Hay que corregirle sistemáticamente cuando pronuncia frases del tipo: “Eres un inútil” o “eres un enano”. Pero los más pequeños no son siempre los más débiles, todo lo contrario. Por ejemplo, Sandra se apena cuando ve a su hijo de 6 años hacerse a un lado ante su hermana de 2, que “dicta la ley”: “Cuando está sentado en mis rodillas y llega su hermana, inmediatamente le cede el sitio. Me cuesta convencerle de que él también tiene derecho a los mimos, aunque su hermana no esté de acuerdo”. Tras una tormentosa pelea, Marie reunió a sus cuatro hijos de edades comprendidas entre los 10 meses y los 8 años y les dijo: “Lo queráis o no, tenéis que vivir juntos durante al menos diez años más. Así que más vale que os llevéis lo mejor posible, ¿vale?”
Al estar en contacto con sus hermanos, con los que aprende a compartir el espacio donde viven, la atención de sus padres, etc., el niño adquiere mal que bien una habilidad social que le será útil: acepta la existencia del otro. Como subraya Nicole Prieur: “La fraternidad se da cuando me intereso por la dignidad del otro, cuando reconozco su valor”.
Relaciones entre hermanos¿Podemos ser justos?
Pero a los padres, que son los directores de orquesta de esta partitura fraterna, les atormenta una duda: ¿cómo actuar para ser justos y equitativos? Los niños están siempre dispuestos a culpabilizarles: “¡No es justo! Él ha tomado más zumo que yo! ¡Puede leer hasta más tarde! ¡Nunca pone la mesa!”. Estas consideraciones traslucen siempre la lucha por el amor exclusivo de los padres.
A los padres no les interesa entrar en estos ajustes de cuentas que derivan fácilmente en la comparación. Por el contrario, deben marcar las diferencias teniendo en cuenta las necesidades de cada uno: “Sí, tu hermano pequeño no pone la mesa, pero, a su edad, tú tampoco lo hacías. Ahora ya eres mayor y sé que puedo confiar en ti”. “Sí, tu hermana mayor puede leer en la cama. Es normal, tiene tres años más que tú y su cuerpo necesita un poco menos de sueño que el tuyo”. Cada situación y el orden de nacimiento tienen sus ventajas e inconvenientes. Es misión de los padres explicárselos a cada hijo: los más pequeños, al ver lo que puede hacer el mayor, querrán crecer; el mayor, al constatar las ventajas que tiene el menor, tomará conciencia del camino que ya ha recorrido y de las dificultades que ha superado: “Yo tampoco podía dormirme sin mi peluche”.
Los lazos fraternos se tejen y maduran poco a poco. ¡Pero que complicidad tan fuerte se deriva de ellos! Qué riqueza se obtiene de todo ese tiempo compartido, aunque esté plagado de peleas y disgustos. Cuando nació mi hija pequeña, a mi segunda hija se la veía muy traumatizada mientras que mi hija mayor irradiaba felicidad. Al final, la mediana confesó con lágrimas en los ojos “que no sabía lo que había que hacer cuando se es una hermana mayor”. “Nada –le dije-. Nada. Sigue siendo come eres y todo irá bien”. Asintió con la cabeza y me contó cómo había escogido “el peluche para el bebé” en la tienda: “Lo cogí y lo probé para ver si se podía frotar contra el ojo. Funcionó bien y, entonces, la dije a papá que podíamos comprarlo”. ¡Ya está! Se había convertido en una hermana mayor.
Texto: Anne Bideault